Por:
Devan Sohier. Tomado de información obrera. Maracaibo 02-04-2020
La
política del gobierno estadounidense ante la epidemia es, cuando menos, errática:
anuncio de cuarentena del Estado de Nueva York y zonas adyacentes inmediatamente
retirado, requisa de General Motors para que produzca respiradores tras semanas
de explicar que el mercado libre llevaría a producirlos... La falta de
decisión, en particular el confinamiento, a nivel federal deja que cada Estado
gestione la propagación de la epidemia a su manera. En este contexto, la
oposición demócrata, la prensa, los sindicatos denuncian con toda razón la
gestión de la crisis.
Pero,
por caótica que sea, hay una coherencia en esta gestión de la crisis: hay que
salvar la economía a cualquier precio; hay que evitar a cualquier precio una
crisis financiera, cuyas repercusiones tras la epidemia serían incontrolables.
La crisis financiera de 2008 dejó profundas huellas. Lo que se avecina podría
desestabilizar el conjunto de la economía norteamericana y el conjunto de su
sistema político. Las bolsas se derrumban. Hay que retrotraerse a los años 80
(en una situación muy distinta a la actual) para ver tales caídas en una
jornada. El comercio mundial está paralizado. La economía estadounidense,
potenciada por el endeudamiento masivo de las empresas, estaba ya al borde de
una crisis más grave que la de 2008.
Los primeros efectos de esta crisis han
golpeado ya de lleno a los trabajadores estadounidenses: la Oficina de
Estadísticas del Secretariado del Trabajo acaba de anunciar que en la semana
del 15 al 21 de marzo se han inscrito en el paro 2,9 millones de personas: en
una semana, el número de desempleados se ha multiplicado por más de 10,
superando todas las estadísticas del paro desde que se contabilizan.
Si todo el mundo critica a Trump por su falta
de respuesta federal en relación al confinamiento, el Senado acaba de aprobar
por unanimidad una ley en respuesta a esta epidemia. Esta ley, llamada Ley para
la Ayuda, el Apoyo y la Seguridad Económica frente al Coronavirus, inyecta 2
billones de dólares de fondos federales para responder a la epidemia. De esos 2
billones, 550 000 millones se destinan a ayudas a las familias y a la cobertura
de paro; 117 000 se destinan a la industria médica (aunque no para la
adquisición de las necesarias protecciones para los sanitarios, como había
exigido el sindicato de enfermeros NNU). El resto (dos tercios del total)
consiste en ayudas a las empresas y aplazamientos de impuestos. Tras las
negociaciones del gobierno y los senadores demócratas, el conjunto de los
senadores ha votado esta ley (sólo cuatro senadores republicanos, en
confinamiento, no lo han hecho).
Mientras tanto, sobre el terreno, los
hospitales empiezan a saturarse. En las zonas más afectadas, comenzando por
Nueva York y su extrarradio, los hospitales empiezan a construir morgues
improvisadas, en camiones frigoríficos y bajo tiendas de campaña, en previsión
de los efectos del pico de la epidemia. Los sanitarios reclaman equipos de
protección individual, que sus empleadores les niegan, en nombre de las
recomendaciones de las instancias federales: sólo les proporcionan mascarillas
quirúrgicas, que protegen a los pacientes, pero no mascarillas FFP2 que les
protegerían también a ellos de la exposición al virus. Los representantes
oficiales del sistema hospitalario de Nueva York estiman que pueden gestionar
la afluencia de pacientes por una semana, pero declaran que el sistema se
saturará si la epidemia sigue extendiéndose a este ritmo durante dos semanas;
ahora bien, los expertos estiman que el pico no se alcanzará hasta dentro de
tres semanas... Como en cualquier enfermedad, uno de los factores más
agravantes del Covid-19 es la pobreza. Los hospitales de los barrios populares
de Nueva York se saturan antes que los de Manhattan. Los inmigrantes, carentes
a menudo de cualquier cobertura sanitaria, son los primeros afectados.
Ahora, la explosión del paro va a hacer perder
su seguro sanitario a millones de trabajadores. Sin salario, los 1 200 $
prometidos a cada estadounidense se gastarán muy pronto, y los despidos van a
dispararse en plena epidemia. La escasez de garantías colectivas con que
cuentan los trabajadores estadounidenses va a estar en el centro de la
situación abierta por el coronavirus. La petición que del sindicato de
enfermeros NNU, dirigida al Congreso de los Estados Unidos, para que obligue a
los empleadores a darles el material de protección individual necesario ha
recogido un cuarto de millón de firmas en una semana.
En contra de esta reivindicación elemental, el
CDC, la administración norteamericana de sanidad, ha declarado que bastaba con
unas mascarillas quirúrgicas, incluso con unos pañuelos. La directora ejecutiva
del NNU, Bonnie Catillo, ha declarado: «Es escandaloso que el CDC diga a los
hospitales que los enfermeros y otros trabajadores sanitarios no necesitan
equipos de protección individual máxima para evitar que caigan enfermos durante
esta pandemia. (...) Si no quiere que todo el sistema sanitario se derrumbe, el
Congreso debe actuar inmediatamente para proteger a los sanitarios que están en
primera línea.» El Congreso y sus representantes están, en efecto, ante sus
responsabilidades: ¿salvar las grandes empresas y a sus patronos o salvar
millones de vidas? Su respuesta, consensuada entre demócratas y republicanos,
es clara.
Devan Sohier
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